Comer se ha vuelto una experiencia agridulce, casi un deporte de riesgo, porque cada alimento es un recuerdo, sabe a nostalgia y es legado a nuestras hijas desde hace años... me sorprende como de repente mi hija de 7 años se emociona y corre diciendo "jamón serranooooo" en el supermercado. Ningún otro infante que conozca lo hace.
Mis emociones fluctúan entre la calma y las lágrimas atropelladas. Ser un adulto medianamente funcional ha sido complicado. Hay que salir al mundo a pagar cuentas, cocinar, sacar la basura, lavar platos y ropa, con cero ganas y con la mejor cara que se pueda. Llevo día y medio en la metrópoli tapatía y sigo sin agarrar la onda.
El apoyo y el espacio de la gente a mi (y nuestro) alrededor ha sido muy valioso. Cada palabra, mensaje, llamada, ha sido reconfortante.
He tenido que salir a hacer las compras para la cena de navidad esta tarde. Fue difícil, no quería quitarme la pijama. Tenía sueño cerca del medio día, y si bien, anoche dormí de corrido desde temprano, quería seguir haciéndolo. Me senté en los columpios del parque junto con mi hija al terminar nuestras compras en el mercado. Me di más vuelo del que en los últimos 15 días había sido capaz en Torreón. Los columpios y los parquecitos públicos han sido parte constante de este recorrido de aceptación.
Mi "security sweater" me ha acompañado por tercera vez está semana. Las mangas pronto se le van a poner tiesas de tanta lágrima.
No quiero ver televisión, jugar algún videojuego para medio distraerme, me cuesta enfocarme ahorita en algo sencillo.
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