Como siempre, hablar de las costumbres que tenemos como familia me hace sentir bien. Bueno, de algunas en específico.
Desde juntarnos en la cocina a echarnos el chal, hasta hablar de temas profundos como la vida misma, la cocina de casa de mi abuela, desde que yo recuerdo, está cargada de esa magia, aunque haga un calor espantoso así dentro en casi cualquier época del año.
Es casi siempre la primer parada obligatoria de la casa al llegar de visita. Ahí amasamos para hacer panes, rosca de reyes, batimos la manteca de los tamales, nos pintamos las uñas, bebemos café después de alguna reunión familiar con motivo de cumpleaños o simple visita; chismeamos de diferentes temas, compartimos alcohol (cuando hay), picamos fruta para hacer ponche, nos reímos, lloramos, nos enojamos. Ahí tuvimos la segunda video llamada grupal para saludar a mi prima Liz (que vive en El Salvador) y todos tomamos unos minutos para sentarnos frente a la computadora y que nos viera y nos conociera (cuando por fin supimos de ella gracias a Facebook). Ahí me desmoroné en un abrazo doloso cuando vi a mi primo la navidad de 2015 y lloré justo como dos noches atrás... Ahí estábamos sentadas la mayoría de las mujeres de la familia cuando les dije que estaba embarazada.
Sin duda, esa cocina es de mis favoritas por todas las historias que encierra.
Y sobre los rituales, debo decir que puede que seamos una familia poco usual, pero siempre siento que ese es nuestro rincón de comodidad, de apapacho, de risas y reuniones.
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