Suele decir un amigo del trabajo que llega un punto en el que "se te cansa el caballo" de tanto insistir... creí que sólo se daba ante situaciones o personas. Comprobé durante esta estancia en la Laguna que ya llegué a ese punto.
Me había aferrado a hacer un último intento de conciliar las cosas por mi propia paz mental, para estar bien, para no sentirme mal de vivir en otra ciudad y tener una vida lejos de mi familia, a la cual decido no frecuentar últimamente debido a la carga laboral y combinarla con mi vida de madre.
De verdad, me duele que este último intento me haya dejado más que en claro que la última vez que pisoteaste mi corazón fue durante esa llamada de enero de 2016, que te negaste a sostener y sólo le pasaste el teléfono a mi mamá, sin saber qué hacer ante el llanto que parecía inundarme desesperada buscando consuelo en tus palabras por la situación que me sobrepasaba. Y obtuve la evasiva más tajante y dolorosa. terminé la llamada y me alejé. De todo. Dada mi educación, entendí que debía lidiar sola con mi confusión, dolor e incertidumbre gracias a tu rechazo y a que jamás aprendí de ti, ni supe como manejar mis sentimientos.
Rechacé la oportunidad de ir al evento nacional de roller derby este fin de semana por ir a casa, de visita, a llevarte a tu nieta, para que convivieras con ella un rato, para que la conocieras, para que ella no desconociera (como yo) a su abuelo ausente durante su crianza. Y tras cruzar la puerta de la casa, me arrepentí.
Se acabó.
Ya no me duele, ya no me interesa mantener ese delgado hilo de relación que nos quedaba ante tu falta de interés. Porque no se trata de tu falta de cariño, o de las escasas demostraciones de amor que tienes.
Se te acabó tu mendiga de amor paterno y aprobación constante.
Se te fue el puerquito con el que desatabas tu ira, desde 2007.
Tiro la toalla en el tema.
Y reconozco que me tardé en aceptarlo.
Owari.