Las mudanzas a lo largo de mi vida desde que decidí salir de La Laguna) me han enseñado dos cosas: la primera es que soy acumuladora y la segunda es que cambiar es necesariamente obligatorio.
Si bien ya llevaba viviendo sobre la misma calle 13 años, y haciendo relación histórica familiar, es la misma donde mi abuela rentó hace unos 50 años; hoy le doy vuelta a esa página. Con lágrimas agridulces en mis ojos mientras trato de describir todo lo que significó ese lugar.
No se siente como otras mudanzas. Duele, se siente un hoyo en la garganta, ver los cuartos vacíos me provocó una falta de aire momentánea cuando de verdad estaba limpiando por última vez ese lugar que fue mi hogar los últimos 11 años y medio. Me cayó el veinte al momento de quitar el primer cortinero. Era el momento. Había que decir adiós. Otra vez sentí eso mismo que atravesó mi cabeza el 8 de diciembre de 2023.
2024 empezó bastante rudo en el aspecto de tener que soltar y dejar ir cosas materiales, emocionales y sobre todo, que ya no le pertenecen a alguien. Me toca hacer eso en los próximos días con mis pertenencias revisando todo lo que empaqué y traje conmigo. Algunas cosas deben irse ya. Otras, pueden quedarse. Todo se irá decidiendo sobre la marcha mientras se revisa cada contenedor.
Pasaron muchas cosas buenas, malas y feas en ese lugar. Todas y cada una de ellas me tienen donde estoy justo ahora: llorando a media luz en un rincón de mi nueva recámara.
Cumpleaños, navidades, cenas y desayunos, dolores propios y ajenos, noticias increíbles (para bien y para mal), visitas de familiares de sangre y de vida. Idas y vueltas al tianguis. Ahí empezó y concluyó mi etapa en el roller derby. Toda mi década de los 30.
Pasamos y sobrevivimos ahí la pandemia de COVID-19.
Tal vez sea la perimenopausia que me tiene frágil emocionalmente, pero entregar las llaves no me resultó difícil.
Limpiar la casa en solitario fue mi ritual de despedida: empecé barriendo el patio interior, al cual llegabas por una escalerilla de caracol de lo más temible porque tenía una estructura de varilla y dos escalones que no estaban empotrados en ninguno de los muros laterales, cuya pared se block hueco iba de piso a techo.
Esa escalera fue mi estructura de guardar sartenen sucios en espera de lavado, enfriador de comidas por la corriente de aire, secador de ropa sudada y/o empapada por la lluvia tapatía de temporal, sostén de cajas de pizza vacías.
Después fue la cocina: ideando formas efectivas de tratar de despegar el cochambre de la pared lateral derecha de la cocina, donde vivió la estufa, igual que el piso. Necesitaba remojar toda la porquería que se acumuló debajo de el área de la estufa y del refrigerador.
Lo siguiente fue el cuarto que fue alguna vez el sitio donde vivió Patito una semana, luego el cuarto adicional, luego el cuarto de mi hija adoptiva, y por último, el de mi hija biológica.
Luego limpié la puerta que daba al patio interior. Las paredes que estaban a cada lado de la escalera de caracol. Los escalones.
Seguí con la que fue mi habitación: las manchas de grasa habituales que dejan las manos cuando agarras las paredes, las puertas del clóset, los apagadores de la luz.
Después las paredes de la sala comedor, alternando con el baño de azulejos amarillo pastel.
Terminé otra vez en el piso de la cocina. Ya sin fuerza en los brazos, y después del segundo suero, con mi fanilia hambrienta y pocas pulgas para pedirles que me dejaran limpiar todos los pisos antes de irnos; todavía no estaba lista para irme.
Sabía que tenía que hacerlo, así que lavé por última vez mis trapos auxiliares en la tarea de limpieza de despedida del recinto que me albergó de la lluvia, el viento y las malas decisiones, cuyos pasillos comunes siempre estaba iluminados desde que el sol se ocultaba, hasta que volvía a amanecer.
Tomamos nuestras cosas, caminamos y cerramos con llave la puerta. No volví a mirar hacia atrás. Bajé las escaleras en automático y para variar, el cancel principal estaba abierto así que nuestra pequeña caravana familiar con cortinas, cortineros y cubetas con artículos de limpieza partió a su nueva ubicación, dejando la fachada con balcones color mostaza, paredes blancas y escaleras grises recién retocadas.
Lloré sin ánimo de disimular ante mi pareja y mi hija durante toda la caminata, al entrar en la regadera, al salir de ella.
Al entregar las llaves no me quebré delante de quien fue mi casera, cuyas palabras amables deseándonos mucha felicidad en nuestro nuevo destino, me parecieron acertadas y dulces. Mi hija en ese momento entendió que esa ya no iba a ser "su casa".
Los cambios no siempre son malos, le dije ya estando en nuestro recién rentado departamento. Ella, sollozando me respondió "a veces duelen".
Gracias departamento número 13, por todo y por tanto.